MARTES, 17 de abril 2018.- Las construcciones hacen devenir los espacios en lugares, ligando una pluralidad de elementos a un significado que, conexo con las formas, atesora una identidad. Construir es así el resultado de un deseo políticamente instituyente que, al ser pensado en sus sentidos explícitos y latentes, finalmente resulta, para quienes habitan lo construido, un pensarse a sí mismos, ya que la razón de la construcción conlleva una particular forma de situarnos en el mundo.
En ocasiones esas construcciones son tan articuladoras y centrales que determinan el sentido de una trama urbana completa. En Río Grande esto es lo que sucede con el puente General Mosconi que, a pesar de ser una obra de arquitectura plenamente funcional, por el área donde está enclavado, la apropiación social que ha experimentado y la espacialización urbana que instituye se vuelve núcleo simbólico organizador de la ciudad.
Inaugurado en 1981, con el homenaje de una viñeta de Dobal que reseñó oportunamente Mingo Gutiérrez, el puente Mosconi estructura en reunión, desde entonces y de manera definitiva, las dos orillas de la ciudad, las dos márgenes inequitativas que suponen su desbalance original y al que constituyeron primero con provisoriedad los boteros. Angostura mínima incluida en el trazado urbano, pero no sometido del todo a sus reglas en tanto elemento flotante, el puente Mosconi es vía y es frontera. Altar ritual de la circulación necesaria, los penosos tránsitos citadinos y los categóricos suicidios públicos y testimoniales.
Sin embargo, es la locación del puente lo que le da su singularidad distintiva, ya que, por su ubicación, el puente General Mosconi es el único en Argentina y de los pocos en el mundo, bajo el cual, cíclicamente y a diario, puede verse fluir el agua en ambas direcciones. Cauce abajo o cauce arriba, dependiendo del momento del día, el puente deja pasar las aguas fluviales que descienden o las aguas marinas que remontan. Ahora bien, si este carácter singular permanece algo velado para la ciudad, tal vez sea porque en el imaginario colectivo domina el simplismo de que «el puente cruza el río», aunque basta reparar en la morfología del lecho y la actividad del agua para que se haga evidente y claro que no es el río lo que el puente atraviesa. Y es en la falla de ese saber popular que se revela algo esencial de la naturaleza de Río Grande: el puente cruza en verdad la ría y ese hecho hace de la ría el centro de la geometría de la ciudad que la habita a sus dos lados.
Desembocadura y al mismo tiempo acceso, la ría es la anatomía geográfica difusa donde el río exhausto finaliza ambiguo y se invierte, tal y como nos informa el lenguaje, frente a la fuerza del mar que penetra en contra de la pendiente. Traspone el puente de este modo por el medio de una zona opaca de respiración húmeda, donde el fluido entra y sale con una carrera de marea de hasta más de ocho metros, colmando y vaciando sucesivamente el valle barroso dos veces al día con una erótica continua.
Pero si con su acto de traspaso el puente incorpora la ría a la ciudad no lo hace más que como la imaginería de la inclusión de lo que siempre estará afuera, como marisma indescifrable, como centro ausente y abstraído. De hecho, las barandas oxidadas del puente son uno de los límites más claros y nítidos de nuestra ciudad, ya que más allá de ellas está la única forma riograndense de abismo, al que se lanzan los desencantados de la realidad en busca de lo real de la muerte.
El puente Mosconi nos conduce efectivamente por el medio del significado siempre esquivo y equívoco de la ría. Sus quinientos cuarenta metros de firme hormigón sostenidos en cuarenta pilotes son de este modo la línea transversal de confluencia vacilante de las aguas dulces del río y las aguas saladas del mar, de lo que baja con el deshielo y los témpanos del invierno en contradicción con las algas del océano y los róbalos eurihalinos que suben con las mareas.
En consecuencia, sobre el puente Mosconi, de modo singular, se recolecta oscilante en el pensamiento lo que viene del cielo serpentino por la estepa desde el extremo opuesto de la isla y lo que fluye en ascenso, por atracción y efecto de los astros del mismo firmamento. Así el puente Mosconi nos hace presente con la misma peculiaridad, por un lado, el tiempo cronológico de la sucesión irrepetible de la corriente del río y por otro, el de la eternidad que revela la repetitiva dinámica de las mareas.
Pero si el puente deja pensar por lo que pasa por debajo también deja pensar por lo que lo transita por encima. Única vía de acceso y salida para la margen sur, el puente es ineludible para la mitad de la población más pobre de Río Grande que por necesidad lo cruza a diario varias veces y resulta inversamente prescindible para la otra mitad que no lo necesita porque tiene todo de su lado.
Son las fuerzas de los desniveles sociales y las inequidades urbanas las que explican entonces los cotidianos movimientos aluvionales de hora pico de un lado al otro del puente. Y esos desplazamientos a partir de la falta y la carencia, que diariamente producen el padecimiento en procesión del tránsito de una margen hacia la otra, escenifican también la angustiosa condición migrante de todo lo humano. Lo que resulta más patente para la mayoría de nosotros quienes cruzando otras fronteras líquidas llegamos hasta esta isla con ilusiones de alcanzar otra vida.
Construcción esencial y sintomática de Río Grande, el puente General Mosconi es edificación y marca, con la propiedad de hacernos y constituirnos, y concomitantemente revelarnos como lo que somos.
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