(*) “Mil mesetas” es el nombre del segundo volumen de “Capitalismo y esquizofrenia”. En este libro, Deleuze y Guatari toman la imagen geomorfológica que se pluraliza en el título y la evolucionan a metáfora para luego convertirla en categoría teórica organizadora del libro.
“Mil mesetas” podría ser también el título de una «road movie», si mientras manejamos por la Patagonia decidiéramos encender una cámara, ya que mesetaria es su unidad tectónica y, al mismo tiempo, su amplia variedad topográfica superficial. Esto es algo que se constata con facilidad atravesando esta inmensidad con cualquier itinerario.
El guion de la película podría hacer el recorrido inverso al de Deleuze y Guatari. Es decir, ir de la categoría teórica a la metáfora y de la metáfora a la morfología del accidente.
De ese modo debería empezarse por explicar que «meseta» es un concepto que refiere a segmentos textuales sin principio ni finalización y sin fines externos o trascendentes. Es decir, que las mesetas configuran la idea de una multiplicidad vinculada por conectores subterráneos, que vienen a formar y extender un rizoma. Se podría mostrar, entonces, que el concepto de meseta es un desplazamiento de la metaforización de una intensidad continua en permanente línea de fuga en el horizonte de un paisaje. Porque una meseta alegoriza aquello que no está al principio ni al final y siempre se encuentra al medio de un espacio. Remite a esas líneas horizontales discontinuas que vibran sobre sí mismas en un conjunto indescifrable de formaciones.
Y todo eso serviría para mostrar en profundidad lo que puede verse a simple vista aquí en todas direcciones a través de la pantalla del parabrisas del auto: miles de líneas fragmentarias horizontales, a distintos niveles y sin punto de culminación configurando un paisaje desconcertante y fractal. Inmanencia geométrica. Memoria escalonada de las fuerzas de los desplazamientos verticales de las horizontalidades que un viento persistentemente milenario pule en sus detalles.
Efectivamente, mil mesetas tiene la Patagonia. Y dos antimesetas. Las que destacan por el contraste y por esa fascinación de la imaginaria reversión de las cosas que causan los números negativos.
Hundimientos desconcertantes de la tierra por debajo del nivel del mar. Irresistibles como el declive. Succiones endorreicas de la esfera, pozos de cocción de unos curantos cósmicamente ya almorzados.
Una de ella es, a -73 mbnm, el mítico Bajo del Gualicho, en Río Negro, con su enigmática salina, llena de leyendas de extravíos, petrificaciones y asechanzas de diablos giradores.
La otra es el Gran Bajo de San Julián, uno de los lugares extremos de la tierra. La depresión más profunda de América y del hemisferio sur. Abolladura del mundo donde, por la dilatación gravitacional, la mayor cercanía al centro de masa terrestre hace que el tiempo corra con una minúscula mayor lentitud que arriba. Gigantesco hueco en la estepa santacruceña de 30 kilómetros de diámetro que, en su punto más bajo, la Laguna del Carbón (-105 mbnm), guarda la exigua memoria salina del inmenso mar interno que supo ser alguna vez. Hoy, mientras se permanece sumergido en la cóncava profundidad de ese océano fantasmático, en una fugaz confusión de tiempos, puede sentirse uno entre vítreos entes abisales y por un instante experimentar el aplastamiento líquido del vacío silencioso hecho de eternidad y nada.
En la Patagonia uno descubre, entre los segmentos suspensos de sus mesetas y antimesetas, el desconcierto de la altura, la confusión de los sitios donde cima, planicie y cavidad se confunden, y sobre ese suelo incierto barre la vista un cielo inequívocamente contundente.
(*) Fabio Seleme
Licenciado – Docente de la UTN y la UNPA
Secretario de Cultura y Extensión Universitaria de la Facultad Regional Tierra del Fuego de la Universidad Tecnológica Nacional
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